Pero con el tiempo fui viendo que todo eso que sumaba también restaba. Y al cabo de 4 intensos años, descubrí que era sapito de otro pozo. Había ahorrado relativamente buena pasta (tampoco un dineral, eh), pero lo suficiente como para pensar en instalarme en alguna covacha algo más amplia que un depto de 35 m2, o cambiar el Corsita gasolero modelo 90 por algo mejor (un 93 / 94 quizá). Y sí, algo había mejorado patrimonialmente la cosa.
Y lo mío iba por otro lado. Si bien tenía cerca de 3.500 conocidos en el pueblo (¡el 10% de la población total!), forjar amistades y cultivarlas como en mis pagos, era imposible. Todo se sentía superficial. Todo era un saludo, una introducción casi guionada (a la catalana), y una despedida con el mismo ahínco que el saludo inicial.
Se me tornó asfixiante. Ni hablar de la falta de contacto familiar, o de un asado con ensaladas de las nuestras no más, charlando pavadas de las nuestras no más, en casas o patios como los nuestros no más. Todo eso era el pasado, era lejano. Y era imposible.
Considero que una de las barreras culturales más duras y evidentes emergen cuando aparece el “humor”. Si, los caminos del humor con sus códigos, sus claves de complicidad compartida, sus miradas, formas y prácticas cotidianas, todo eso, son la expresión más cabal y enorme de una unidad cultural amalgamada más allá de sus inherentes y naturales diversidades. El código más puro, desapercibido y chiquito del humor, es un patrón que solo se percibe cuando se mama de pibe y se lo pone en práctica desde siempre y hasta nunca. No viene de afuera, no salta ningún cerco. Y por ende, no se puede aprender ni conquistar de grande.
No poder entablar código de humor; no reírse de las mismas pavadas, eso impone una brecha congelante de la que no me puedo olvidar. Y cada vez que lo recuerdo, confirmo más aún que, al menos yo, no estoy preparado para el destierro.
Me “puse de novio” y todo. Supongo que para cumplir un mandato y para ir encajando mejor en la cultura. Pero nada era satisfactorio. Todo olía pasatiempo. Todo era medio gris a pesar de estar pasándola bomba.
En fin… a mi mató la distancia gente, y no la kilométrica, sino la cultural. Por lo que, pido disculpas de nuevo si estas líneas no discurren por los lugares y luces donde hubieran esperado pasear, pero ésta ha sido mi experiencia viviendo en España de pibe, y éste sigue siendo el fundamento más exquisito por el que hoy, abril de 2025, estoy tremendamente enamorado de Argentina, donde vivo con mi esposa y mis dos niños, con sus abuelos, primos y tíos, en Junín, provincia de Buenos Aires, lugar que no imagino ni remotamente cambiar (al menos por ahora).



